A poco más de quince leguas de Lima, vense las ruinas de
una población que en otro tiempo debió ser habitada
por tres o cuatro mil almas, a juzgar por los vestigios que de
ella quedan.
Hoy no puede ni llamarse aldehuela, pues en ella sólo
viven dos familias de indios al cuidado de un tambo o ventorrillo
y de la posta para el servicio de los viajeros que se dirigen al
Cerro de Pasco.
Amigo, esquive vivir en Quive era un refrancillo popularizado,
hasta principios de este siglo, entre los habitantes de la rica
provincia de Canta. Y como todo refrán tiene su
porqué, ahí va, lector, lo que he podido sacar en
claro sobre el que sirve de título a esta
tradicioncita:
Por los años de 1597 habitaba en Quive don Gaspar Flores,
natural de Puerto Rico y ex alabardero de la guardia del virrey,
administrador de una boyante mina del distrito de Araguay, mina
que producía metales de plata cuyo beneficio dejaba al
dueño doscientos marcos por cajón.
Acompañaban al administrador su esposa doña
María Oliva y una niña de once años, hija de
ambos, llamada Isabel, predestinada por Dios para orgullo y
ornamento de la América, que la venera en los altares bajo
el nombre de Santa Rosa de Lima.
Como sus vecinos de Huarochirí, los canteños fueron
rebeldes para someterse al yugo de la dominación
española, dando no poco que hacer a don Francisco Pizarro;
y como aquéllos, se mostraron también harto reacios
para aceptar la nueva religión.
En 1597 emprendió Santo Toribio la segunda visita de la
diócesis, y detúvose una mañana en Quive
para administrar a los fieles el sacramento de la
confirmación. El párroco, que era un fraile de la
Merced, habló al digno prelado de la ninguna
devoción de sus feligreses, de lo mucho que trabajaba para
apartarlos de la idolatría y de que, a pesar de sus
exhortaciones, ruegos y amenazas, escaso fruto obtenía.
Afligiose el arzobispo de escuchar informes tales y
encaminose a la capilla del pueblo, donde sólo
encontró dos niños y una niña que, llevados
por sus padres, recibieron la confirmación.
La niña se llamaba Isabel Flores.
Con ánimo abatido salió Santo Toribio de la
capilla, convencido de que la idolatría había
echado raíces muy hondas en Quive, cuando entre más
de tres mil almas, sólo había encontrado tres
familias de sentimientos cristianos.
Los muchachos, aleccionados sin duda por sus padres, esperaban al
santo arzobispo en la calle, y lo siguieron hasta la casa donde
se había hospedado, gritándole en quechua y en son
de burla:
-¡Narigudo! ¡Narigudo! ¡Narigudo!
Dice la tradición que su ilustrísima no
levantó la mano para bendecir a la chusma, sino que,
llenándosele los ojos de lágrimas,
murmuró:
-¡Desgraciados! ¡No pasaréis de tres!...
Temblores, derrumbes en las minas, pérdida de cosechas,
copiosas lluvias, incendios, caída de rayos, enfermedades
y todo linaje de desventuras contribuyeron a que, antes de tres
años, quedase el pueblo deshabitado, trasladándose
a los caseríos y aldeas inmediatas los vecinos que tras
tantas calamidades quedaron con resuello.
Desde entonces nunca han excedido de tres las familias que han
habitado Quive; agregando el cronista de quien tomamos los
principales datos de esta tradición: «Es tanta la fe
que tienen los indígenas en la profecía de Santo
Toribio, que por ningún interés se
establecería en el pueblo una cuarta familia, pues dicen
estar seguros de que morirían en breve de mala
muerte».
En el censo oficial de 1876 ya no figura el nombre de Quive ni
como humilde aldehuela.
¡La profecía de Santo Toribio está
cumplida!
En cuanto a la casa en que vivió Santa Rosa de Lima, y que
de vez en cuando es visitada por algún viajero curioso, la
religiosidad de los canteños poco o nada cuida de su
conservación.